Los milagros de San Virila
0. La Leyenda de San Virila.
Una tarde de primavera, en el siglo X, el Abad del monasterio de Leyre, llamado Virila, decidió dar un paseo por el magnífico bosque que rodea al monasterio. Fatigado tras la marcha, se sentó a descansar juntó a una fuente, y entonces escuchó el cantar de un pájaro. Era tan bello ese canto, que el abad quedó absorto y maravillado.
Cuando regresó al monasterio, se sorprendió de no reconocer a los monjes ni de que nadie supiese quién era. Al decir que era Virila, el abad, alguien quiso recordar algo oído de tiempo atrás. Buscaron en los archivos del monasterio, y hallaron que efectivamente, Virila había sido abad, pero hacía 300 años, y que había desaparecido en el bosque. Sólo entonces, Virila se dio cuenta que había permanecido todos esos años en éxtasis en la sierra.
Esta historia está parcialmente documentada. Es verdad que existió un abad llamado Virila, y también se puede acreditar el culto al santo desde hace muchos siglos. Hoy en día, el monasterio es muy visitado y aunque reconozco su belleza, yo prefiero el pequeño sendero que nos conduce hasta la fuente.
1. Milagro del escéptico necio.
El incrédulo le pidió a San Virila que hiciera algún milagro para poder creer. San Virila se resistía un poco: él no creía en los incrédulos. Pero tanto insistió el escéptico que el santo cedió al fin. Hizo un movimiento con su mano y la aldea entera se elevó por el aire hasta quedar flotando como una nube sobre el valle. Aquello, claro, fue un gran desbarajuste. Y no es de extrañar: los santos suelen causar grandes desbarajustes. La gente ya no salía de sus casas, temerosa de caer en el vacío: los huevos que ponían las gallinas rodaban por la calle y se perdían. En fin, un verdadero caos.
¿Qué clase de milagro es éste? –clamaba el incrédulo con desesperación-.
Es un milagro necio –le dijo San Virila-. Para un escéptico necio, un milagro necio. Ojalá te aproveche la lección: el milagro que uno pida sólo será milagro si no hace daño a nadie.
2. Milagro de la piedra.
San Virila salió de su convento muy temprano y tomó el camino de la aldea. El campo estaba lleno de flores; brillaba el sol; las muchachas lavaban sus largas cabelleras en el río. A lo lejos se oían los gritos y risas de los niños que iban a la escuela.
En eso se desprendió una enorme piedra de lo alto del monte. Iba a aplastar a una mujer que caminaba con su pequeño hijo, pero Virila hizo un movimiento de su mano y la gran roca se detuvo en el aire, y luego descendió muy lentamente hasta posarse en tierra sin hacer daño a nadie.
-¡Gracias, padre! -clamó la mujer-. ¡Qué gran milagro has hecho!
San Virila volvió la vista al valle; miró las flores, el sol y las muchachas; oyó otra vez las voces de los niños.
-El Señor hace milagros -dijo-. Yo nada más hago trucos.
¡Hasta mañana!...
3. Milagro de las 24 horas.
San Virila salió de su convento muy temprano y echó a andar por el camino que conducía a la aldea. Apenas empezaba a amanecer: la primera luz del alba iluminaba con tenue resplandor el lejano perfil de la montaña.
Al acercarse al pueblo alcanzó a un hombre. Este lo reconoció y le pidió un milagro. Todos le pedían un milagro a San Virila.
-¿Cuántas horas va a tener este día? -le preguntó el santo-. Respondió el hombre:
-Tendrá 24 horas, como todos.
-Ahí tienes 24 milagros -le dijo entonces San Virila apresurando el paso-. No los desperdicies.
El hombre, que no era tonto, supo que el santo le había dicho la verdad. Se entristeció por todos los milagros que había desperdiciado a lo largo de su vida, pero se alegró también por los milagros que aún tenía frente a sí.
4. Milagro de las aguas del río
- Como los habitantes de Marburgo se negaban a creer, San Virila hizo un milagro: alzó su mano y las aguas del río comenzaron a fluir hacia arriba. Entonces los habitantes de Marburgo se convirtieron a la religión. Días después, Virila visitó la impía ciudad de Glazinger, cuyos pobladores se revolcaban en el fango de la depravación. Largos días les predicó, para iluminar las caliginosas tinieblas de sus almas con la luz salvadora de la fe. Pero ellos lo oían como quien oye no llover. Desesperado, San Virila hizo un ademán y el sol detuvo su curso en las alturas. Viendo aquel prodigio los pecadores cayeron de rodillas y a grito abierto imploraron el bautismo de la salvación.
-Grandes milagros haces, maestro bueno -decían a San Virila sus discípulos-.
Pero él les respondía con tristeza:
-Jamás podré hacer el milagro mayor: que los hombres crean en Dios sin necesidad de ver milagros.
5. Milagro de los pantalones
El incrédulo le pidió a San Virila algún milagro para poder creer.
San Virila hizo un movimiento con su mano y al incrédulo se le cayeron los pantalones. Toda la gente se rió de él.
-Ese no es un milagro -dijo mohíno el hombre al tiempo que se levantaba los pantalones.
-¿Ah no? -sonrió el santo-. ¿Qué es un milagro?
Contestó el hombre, atufado:
-Milagro es, por ejemplo, mover una montaña.
Le replicó Virila:
-No hay diferencia alguna entre mover milagrosamente una montaña y mover milagrosamente un pantalón. Milagros son milagros. Si no quieres de unos no pidas de otros.
6. Milagro de las cinco misas.
Aquella mañana San Virila dio de comer a un perrillo vagabundo que llegó a las puertas del convento. Luego visitó a un hombre enfermo. En seguida escuchó a una pobre anciana solitaria que no tenía a nadie con quien hablar. Después consoló a una niñita que lloraba. Por último se puso a ver desde la ventana de su celda la hermosura del paisaje. Lo interrumpió el hermano Ambrosio. -Padre -le dijo-, me manda el superior a preguntar a Vuestra Reverencia si ya dijo su misa. -Sí, -contestó sonriendo suavemente San Virila-. Comunícale que ya dije cinco misas.
7. Milagro de la niña en el camino
Camino de su convento iba San Virila. El día era de los más crudos del invierno; soplaba un viento frío y parecía el cielo una sólida plancha de congelado plomo. Temblaba San Virila al caminar, envuelto sólo en la delgada tela de su hábito de monje. En eso vio a una niña que iba también por el camino. Sus pies descalzos se hundían en la nieve. Hizo San Virila un ademán y del cielo bajó un rayito de sol que cubrió a la pequeña y le dio su luz y su calor. Conforme la niña iba avanzando aquel rayo de sol derretía la nieve y ponía en el camino un mullido césped como alfombra para los pies de la niñita. Vieron aquel milagro lo aldeanos y preguntaron con asombro a San Virila:
-¿Por qué no traes otro rayo de sol para ti, y otro para cada uno de nosotros?
Y respondió Virila:
-Un milagro, si se repite mucho, deja de ser milagro
8. Milagro de la catedral
San Virila dijo a los incrédulos que en el centro del pueblo levantaría una catedral.
Se rieron los infieles. ¿Dónde estaban los albañiles? ¿Dónde la piedra y la madera? ¿Dónde los planos de los arquitectos?
San Virila se arrodilló y se puso en oración para pedir a Dios el milagro de una catedral.
De pronto se abrió la bóveda celeste y descendió a la tierra una miríada de ángeles: ángeles albañiles. ángeles carpinteros, ángeles escultores, ángeles vidrieros. Traían consigo grandes piedras, y vigas, y hermosas láminas de cristal, versicolores y brillantes.
Y comenzaron a trabajar los ángeles, y en unos minutos plantaron los cimientos, y las paredes del majestuoso templo comenzaron a surgir.
Pero en eso llegó una caterva de funcionarios que atosigaron a San Virila con preguntas. ¿Tenía permiso para la construcción? ¿Los planos fueron aprobados? ¿Pertenecían los ángeles al sindicato? ¿Estaban asegurados? ¿Se habían pagado los impuestos, cuotas, derechos, alcabalas, aprovechamientos, arbitrios, gravámenes, tributos, cargas, gabelas, censos y contribuciones?
No se hizo la catedral, naturalmente. Quedaron abandonados los cimientos y en ruinas las paredes. Después los infieles se burlaban de San Virila.
-¿Lo ves? -le decían- No existen los milagros.
9. Milagro del incrédulo
El incrédulo le pidió a San Virila que hiciera un milagro para poder creer.
-¿Qué clase de milagro quieres? -le preguntó el santo.
-El que sea -respondió con desafiante voz el hombre-. Basta que sea un milagro.
San Virila hizo un ademán y el escéptico quedó convertido en mosca. Rió la gente, y San Virila se sonrió también viendo a la mosca que revolaba en torno suyo. Entonces hizo otro ademán y el hombre volvió a su ser normal.
-Una cosa has aprendido -le dijo San Virila-. Antes de pedir un milagro debemos pensar muy bien el milagro que vamos a pedir.
El hombre cambió. No se volvió creyente, pero sí se hizo un poco menos tonto. Y eso, tratándose de cualquiera, es un milagro.
10. Milagro de escuchar.
Los aldeanos se conmovieron al ver aquel prodigio: en medio del campo, de pie sobre una roca, estaba predicando San Virila. Lo escuchaba una devota congregación de bestezuelas: ciervos del bosque, conejos y ardillas de los prados, aves que suspendieron su vuelo para oírlo, peces que sacaban del río sus cabezas doradas y plateadas, como en una pintura de Giotto.
-¡Milagro! -prorrumpió la muchedumbre.
Los hombres y las mujeres de la aldea se reunieron en torno de Virila, y escucharon en silencio su predicación.
Bajó la vista el santo, y miró a la gente que lo oía con atención igual a la que ponían las criaturas animales. Al ver eso San Virila gritó también:
-¡Milagro!
11. Milagro del gatito
Iba San Virila por una calle de la aldea cuando vio a un gatito sin dueño que tiritaba de frío entre la nieve. Se conmovió el santo con el sufrimiento de aquella bestezuela. Dijo en silencio una oración y del cielo bajó un rayito de sol que calentó al minino.
Continuó su camino San Virila. El también tiritaba: sus hábitos de pobre no le daban calor ni lo cubrían. Le preguntó una anciana:
-¿Por qué no haces el milagro de que otro rayo de sol baje para ti?
Respondió San Virila:
-Cuando el milagro lo haces para ti ya no es milagro.
Entendió la mujer: el milagro más grande que hay es el amor sin egoísmo.
12. Milagro del loco
San Virila iba por las calles del pueblo.
En el pueblo las gentes se persignaban al pasar frente a la iglesia.
San Virila no.
San Virila se persignaba al pasar frente a la casa de la viuda que sufría de soledad y de pobreza. San Virila se persignaba ante el mendigo astroso y desgarrado que pedía limosna en una esquina. San Virila se persignaba cuando pasaba el niño del que los otros se burlaban porque no tenía papá.
Y las gentes se sonreían viendo que San Virila no se persignaba al pasar frente a la iglesia, y que se persignaba ante los hombres y ante el cielo.
Y decían las gentes:
-Está loco.
13. Milagro del escepticismo
En tono desafiante le dijo a San Virila aquel incrédulo:
-A ver: hazme un milagro.
La gente de la aldea aguardó llena de expectación. Alzó una mano San Virila y descendió de lo alto una hermosa paloma blanca que revoleó sobre el incrédulo un instante y luego le dejó caer una caca en la cabeza. Con grandes risotadas se burlaron los aldeanos del descreído, y éste se fue mohíno y atufado.
Tomó San Virila el camino que llevaba a su convento. Cuando estuvo lejos del pueblo se detuvo, levantó al cielo la mirada y dijo:
-¡Lo que tenemos que hacer, Señor, para combatir el escepticismo de los hombres!
14. Milagro de los novicios
San Virila se sentó en su lugar, el último en la gran mesa del refectorio conventual.
Habían llegado seis novicios nuevos. Todos habían oído hablar de los milagros que hacía San Virila.
-Padre -se atrevió a decir uno-. Háganos usted un milagro.
Respondió con una sonrisa San Virila:
-Después de la comida hablaremos de milagros.
Se sirvió la humilde pitanza del convento: la sopa de lentejas; el potaje de habas; el blanco pan y el queso; el vaso de agua clara.
Al terminar de comer se persignó San Virila, dio gracias a Dios y se levantó para seguir sus trabajos en el huerto.
-Padre -le preguntó el novicio-. ¿Y el milagro que nos iba a hacer?
-El milagro nos lo acabamos de comer -sonrió otra vez San Virila-. El pan de cada día es un milagro.
15. Milagro del albañil
Pasaba San Virila junto a la catedral en construcción cuando uno de los albañiles perdió pisada en lo alto y se precipitó al vacío. El santo oyó su grito, hizo un ademán, y el hombre vino al suelo con suavidad, oscilando como una pluma de ave, y llegó abajo sano y salvo.
Miró un incrédulo el prodigio y comentó con burla:
-Eso no es un milagro: eso es un truco.
-También lo hago al revés -le dijo San Virila. Hizo otro ademán y el hombre salió disparado hacia el cielo como un cohete, y se perdió en las nubes.
-No se inquieten -tranquilizó Virila a los asustados aldeanos-. Esperaré su regreso y lo haré descender como una pluma, igual que al otro. Entonces ya no le importará saber si lo que hago es un truco o es un milagro.
16. Milagro de las criaturas.
En la plaza del pueblo un incrédulo detuvo a San Virila y le pidió un milagro.
Andaba de buen humor el santo, y cuando los santos andan de buen humor es cuando hacen más milagros. Así, levantó la mano, y la plaza se llenó de pájaros canoros, de mariposas coloridas, de miríadas de insectos voladores. Trinaban los pájaros, danzaban las mariposas en el aire y zumbaban los insectos en perfecto contrapunto.
-¡Milagro! -gritó el incrédulo junto con todos los aldeanos.
Y dijo San Virila:
-Cada criaturita de éstas es un gran milagro. Milagro es el gorrión, milagro la mariposa, milagros la abeja y la chicharra. Lo único que hice fue juntarlos para que ustedes, ciegos a los milagros de cada día, los pudieran ver. Ahora regresaré al convento y rezaré a fin de que el Señor me haga el milagro de abrirles los ojos, para que puedan ver que todo en la vida es un milagro, que toda vida es un milagro.
17. Milagro de la flor montesa
San Virila salió de su convento esa mañana. Iba sonriendo: acababa de rezar los maitines de Nuestra Señora -era día de la Asunción-, y las oraciones marianas siempre le dejaban el alma anegada en alegría.
Al ir por el camino vio una flor. Era una humilde flor montesa, pero semejaba un joyel: tenía una gota de rocío en la corola, y al sol la gota se irisaba igual que el brillo de un diamante. El primer impulso de San Virila fue cortarla para ofrecerla a la Virgen en su altar, pero pensó que la pequeña flor se veía mejor así, en el campo, viva y abierta a la luz del sol de Dios.
Cuando volvió en la tarde a su convento San Virila se sorprendió al ver el monte lleno de flores, igual que un cielo cuajado de estrellas de colores. La pequeñita flor se había vuelto mil; el monte todo era un florido altar. Abrió los brazos el buen monje y alabó a la Virgen, y fue su propio corazón como una flor abierta en el crepúsculo a la luz del sol de Dios.
18. Milagro de la piedra y el pájaro
San Virila no podía convencer a los incrédulos. Le dijeron:
-Haz un milagro y creeremos.
Se alejó el santo con tristeza: aquellos hombres no querían fe, querían circo. Entonces uno de la turba tomó una piedra y se la arrojó. Le iba a pegar en la cabeza, pero poco antes de llegar la piedra se convirtió en un pájaro que se posó en el hombro del buen fraile. San Virila lo tomó en su mano, le acarició las plumas de la cabecita y lo puso después sobre la tierra. Ahí el pájaro fue piedra otra vez.
-Es un milagro el pájaro y es un milagro la piedra -les dijo San Virila a los incrédulos-. Toda criatura del mundo y toda cosa son fruto de un gran milagro que cada día se renueva. Los que quieren ver más prodigios a más de ése son ciegos que nada pueden ver.
19. Milagro de las tinieblas de la noche
Los incrédulos le pidieron a San Virila un milagro para poder creer. El santo hizo un movimiento con su mano y las tinieblas de la noche apagaron el esplendor del día.
Los escépticos cayeron de rodillas y le pidieron entre lágrimas que les volviera otra vez la luz del sol.
Hizo él un segundo movimiento, y de nuevo brilló la claridad.
-Estos que ustedes llaman milagros -dijo a la multitud- son cosas que vemos cotidianamente. A la luz del día suceden las sombras de la noche. Todo lo que sucede en torno nuestro es un milagro que ni siquiera vemos. El mayor milagro sería que aprendiéramos a ver los milagros que nos rodean.
Se volvió San Virila a su convento. Iba muy triste, pues todos los que habían creído cuando llegaron las tinieblas dejaron de creer cuando otra vez vieron la luz.
20. Milagro pequeñito
Los incrédulos le pidieron a San Virila que hiciera algún milagro para poder creer.
-¿Qué clase de milagro quieren? -les preguntó Virila.
-Uno muy grande -respondieron ellos.
-Todos los milagros son grandes -les dijo San Virila-, aun los más pequeños. Haré, entonces, un gran milagro pequeño.
Tomó un poco de barro en su mano, le dio la forma de un gusanito y luego sopló sobre él. Cobró vida el barro, y trepó el gusanito por el brazo de San Virila para esconderse bajo la manga de su hábito.
-Demasiado pequeño es el milagro -habló, burlón, uno de los escépticos-. Nuestra fe, por lo tanto, será también pequeña.
San Virila le contestó:
-La fe no es del tamaño del milagro. La fe es del tamaño del corazón de quien la tiene. Y cuando la fe se lleva en el corazón ni siquiera necesita de milagros.